GUADALAJARA, EN LAS ALAS DEL CUATRO VIENTOS. El vuelo del mítico avión fue una de las mayores hazañas de la aviación mundial


GUADALAJARA, EN LAS ALAS DEL CUATRO VIENTOS.
El vuelo del mítico avión fue una de las mayores hazañas de la aviación mundial

Tomás Gismera Velasco

   Mayor que la del coronel Lindbergh que aterrizó en París; o que la de Amelia Hearhart, que lo hizo en las cercanías de Londres; mucho mayor que la del Plus Ultra o la del Jesús del Gran Poder, que casi da la vuelta al mundo. El vuelo del Cuatro Vientos fue un hito, porque volaba contra corriente y además, desde su despegue hasta su aterrizaje no tocaría tierra. Era, bien comparado, como uno de estos viajes que al día de hoy se emprenden a la luna, o a Marte o… a cualquier punto desconocido del universo.

   Lo ideó Mariano Barberán y Tros de Ilarduya, un guadalajareño de aquellos que, a comienzos del siglo XX, cuando la aviación tenía puestos sus ojos en Guadalajara, estaba predestinado a hacer historia. Mariano Barberán proyectó parte del vuelo del Plus Ultra, y del Jesús del Gran Poder, y empleó varios años en diseñar el del “Cuatro Vientos”, desde los planos de la nave, hasta los desconocidos senderos aéreos que lo habían de llevar, si por bien era, desde Sevilla hasta La Habana, en la lejana isla de Cuba. Tan lejana que sobre las aguas Cristóbal Colón empleó varios meses. Tan lejana que, sobre las nubes, siguiendo la ruta que siguió Cristóbal Colón, Mariano Barberán y su piloto, Joaquín Collar, emplearon casi dos días.


   Toda una aventura que dio comienzo el 8 de junio de 1933, cuando el avión, con Joaquín Cóllar y Mariano Barberán a bordo, levantó el vuelo en Madrid para dirigirse a Sevilla desde donde, cuando el tiempo acompañase, levantarían el vuelo para cruzar el Océano.  Todo estaba preparado, por aquí, y por allá, para recibirlos. Y todo se había medido escrupulosamente; desde el combustible que tenía que llevar el aparato, hasta los bocadillos, o la botella de brandy que, para cuando las nubes los envolviesen y el frío se metiese en los huesos, los haría entrar en calor.

   Despegó de Sevilla en la madrugada del día 10, pocos minutos antes de las cinco y, siguiendo la línea del río, escoltado por una escuadrilla de la base aérea de Tablada, se perdió por las marismas del Guadalquivir, rumbo a lo desconocido. Desde entonces ya no se tendrían noticias de los pilotos hasta casi dos días después, cuando un petrolero canadiense los descubrió en el aire, volando sobre el mar, ya en el Nuevo Continente.

   A bordo del avión había pasado de todo. Habían brindado por el éxito de la salida; habían tomado algún bocadillo; Joaquín Cóllar sufrió un mareo, perdieron el rumbo y, a punto de desfallecer, como aquel vigía colombino que gritó “tierra a la vista”, lo voceó Mariano Barberán cuando descubrió desde el aire la Isla de la Tortuga, en las proximidades de Haití, y poco después la República Dominicana y, al fin, la Bahía de Guantánamo, con Cuba tendiéndose a sus pies.

   Al aparato, cuando divisaron Guantánamo comenzaban a escasearle el combustible y el aceite. Aquellas pistas eran uno de los puntos previstos de aterrizaje para caso de peligro. Lo había señalado el padre jesuita Gutiérrez Lanza, quien desde Cuba les ayudó en todo aquello que desde la isla se pudiera precisar, en cuanto clima y observaciones aéreas; y se lo había indicado igualmente el capitán Vives Camino, casi hijo de Guadalajara quien, ejerciendo poco menos que de agregado militar en la embajada de España en La Habana se tomó la aventura del Cuatro Vientos como algo personal. Al sobrevolar la pista Barberán se dio cuenta de que, sobre ella, pastaba una manda de bueyes, por lo que decidió continuar hasta el siguiente punto, Camagüey.

   Hasta allí, por si acaso, se había desplazado desde La Habana una escuadrilla de la aviación cubana, y cuando sintieron los motores de un avión todos corrieron hacía la pista, para verlo pasar sobre sus cabezas rumbo a La Habana. Pero, pocos minutos después, el avión dio la vuelta y, mansamente, tomó tierra en aquella ciudad, donde únicamente salieron a recibirlo media docena de personas. En los depósitos apenas quedaban cien litros de combustible y, según los registros, habían pasado treinta y nueve horas y cincuenta y cinco minutos, desde que salieron de Sevilla. La noticia, inmediatamente, dio la vuelta a la isla de Cuba, a la ciudad de Camagüey, y al mundo. El Cuatro Vientos, el primer vuelo directo y sin repostar entre Europa y América, había tomado tierra, sin novedad. Y las gentes se echaron a las calles para vitorear a aquellos dos héroes del aire que, en volandas, fueron llevados a la ciudad, para ser recibidos como “huéspedes de honor”.

   Cuando al día siguiente, 12 de junio emprendieron vuelo a La Habana, la isla, y el mundo entero, se habían movilizado anta tamaña proeza. Una escuadrilla de la aviación cubana les dio escolta desde Camagüey, y las emisoras de radio transmitieron, por vez primera, el vuelo de un avión. Y en La Habana se encontraban, para recibirlo, las fuerzas vivas de la ciudad; los embajadores, los jefes militares, los emigrados, el pueblo llano… El desfile de la comitiva, camino del hotel Nacional fue seguido por miles de personas.


   Luego vendrían los días de las celebraciones, de las recepciones, de comunicarse con España a través del teléfono. Las recompensas, las insignias, las idas y venidas de un lugar a otro. Las fiestas interminables para engrandecer aún más aquella epopeya.

   España se paralizó para seguir a través de la prensa lo que había sucedido. La gente, en Madrid, se echó a las calles para ensalzar los nombres de Mariano Barberán y Joaquín Cóllar. Los políticos aprobaron que, el día en que ambos regresasen a España, fuese festivo, para que toda España lo celebrase. Habían puesto el nombre de la aviación española en el primer puesto de la mundial.

   Fueron, los pasados en Cuba, días interminables. Hasta que, llegado el último, Mariano Barberán ordenó la reanudación del vuelo, que debía seguir hacía México y, más tarde, hacía Chicago, donde se celebraba la Exposición Universal dedicada a la aviación.

   Y tras aquellos días interminables, a las 5,55 de la mañana del 20 de junio, el Cuatro Vientos despegó de La Habana con la escuadrilla de honores siguiéndole el rumbo. Eran apenas tres o cuatro horas de vuelo hasta Ciudad de México donde, desde que se conoció la noticia de que llegaría, comenzó a reunirse la gente, por miles.

   Al entrar en suelo mexicano, por la península de Yucatán, la aviación mexicana se movilizó para salir en su búsqueda y llevarlo, en vuelo de héroes, hasta la capital. Más de sesenta mil personas lo esperaban cuando desde aquel aeropuerto despegaron algo así como cuarenta aparatos al mando del coronel Roberto Fierro. Pero a esas mismas horas una fuerte tempestad se cernía sobre aquellas tierras. La escuadrilla de honores dio la vuelta, aterrizó y, a pesar de que todos los ojos permanecieron atentos a ver aparecer de un momento a otro al Cuatro Vientos, este no apareció.

   Allí esperaban el presidente de la República con todos sus ministros; los embajadores, la colonia española, toda la prensa que en México tenía representación… Pero el Cuatro Vientos, pasadas las horas, continuaba sin dibujarse en la oscuridad del cielo. Poco antes de la medianoche se retiraron los jefes políticos, y los embajadores, mientras el pueblo, bajo el aguacero, continuaba esperando. Mientras se daban órdenes de habilitar carreteras, caminos, cualquier punto que pudiera servir para que un aparato como aquel pudiese tomar tierra. Y salieron en su búsqueda, por tierra, mar y aire, cuantas personas pudieron hacerlo. Desde México y desde los países vecinos. Miles de hombres, cientos de aparatos lo buscaron, pero del Cuatro Vientos no se volvieron a tener noticias.

   Allí comenzó la leyenda. El mundo de la aviación se vistió de luto. España se echó a las calles, a llorar la desgracia, lo mismo que México, y Estados Unidos, París o Londres.

   Fueron días, lo de la búsqueda, intensos en emociones. Porque siempre quedaba la última esperanza. Que hubiesen aterrizado en algún remoto lugar de una selva cualquiera. Que hubiesen amerizado, que alguien los hubiese rescatado. Que por alguna parte, cuando menos se esperase, llegasen noticias. Unas noticias que se resistieron a través de dos o tres meses de búsqueda. Sin que nada, ni nadie, volviese a tener noticia alguna ni del Cuatro Vientos, ni de sus héroes.

   Hace años que sucedió, y la historia continua viva, como entonces, porque todavía se los sigue buscando, al aparato y a sus héroes. A los héroes de aquel prodigioso vuelo que un día conté con minuciosidad en un libro que, al decir de México, es un homenaje a aquellos dos héroes sin gloria. A toda una gesta. A Mariano Barberán y a Joaquín Cóllar, dos héroes que continúan siéndolo a pesar del transcurso del tiempo, y que, desgraciadamente, no pudieron ver la culminación de su gesta. No pudieron conocer que, gracias a ellos, dos continentes se unieron a través de aquella ruta que abrieron a través del viento. Gloria a aquellos héroes de la aviación mundial, uno de los cuales nació en aquella Guadalajara, pionera en el mundo de la aviación.

Periódico Nueva Alcarria
Guadalajara, 9 de junio de 2017

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